
Carl G. Jung
Minutos le daban sucesión al mediodía, el almuerzo tempranero de un sábado exageradamente caluroso, no terminaba de digerirse del todo por mis entrañas, cuando el celular suena con la voz tenue y hermosa de la que dependía en el momento me notifica que solo la puerta la separa de mi casa.
Le doy entrada, toalla y botellita de agua en mano, la besó delicadamente y la abrazo de forma desabrida porque el calor me ha echó perder esa dulzura necesaria; ella, no muy contenta con el saludo, dice casi entre los dientes: ¡Sorpresa!
Subimos al cuarto, atravesando una casa totalmente desierta de hace horas, y la cual para mí se siente más amena con esa presencia que tanto disfruto.
Nos dividimos entre la cama y el sillón, ella con cuidado toma asiento tomando en cuenta el abanico extra que se encuentra tirado en el piso, y entre conversaciones y roces de manos observamos una pelí.
Otro roce de manos y un beso necesario es mal interpretado, porque ella se acerca, y yo la acerco y quedamos juntos los dos, en la diminuta cama, ambos peleándonos sutilmente por el poco aire que llega comenzamos a besarnos.
El calor no cesa, se intensifica, pero hemos llegado a ese momento del que no se puede dar marcha atrás, sus pantalones son los primeros que besan el suelo (desgraciadamente caen sobre el abanico cerrando otra corriente de aire), mientras su mano derecha juega entre los míos.
Ya en trapos pequeños, el calor no reduce, se hace más intensos y ambos transpiramos y yo disfruto para jugar con sus pezones “paraditos” antes de alcanzar el par de preservativos ocultados en el medio de los colchones (excelente lugar para situaciones imprevistas).
El sudor intenso no evita que continuemos nuestra faena, ella sobre mí recostada me suspira al oído, al mismo instante en que lo muerde, una frase de una canción de Incubus “Are you in?”; momento enloquecedor que hace que las posiciones en la cama cambien.
Buscando comodidad, escapar de calor, y porque no un poco de variación, íbamos rotando lo que el deseo y la muestra médica de cama nos permitían (¿será pornografía si sale de la posición de misionero y se experimentan otras dos?); hasta que frente a frente quedamos los dos, viéndonos bañados en sudor, con un poquito más por dar.
No podía cerrar de mejor forma, observando su cuello y la silueta de su espalda, como se une con sus nalgas y muslos, como huele su pelo; el escalofrío y el letrero de pare nos quitan la fuerza; el aire nos faltaba, el agua era necesaria, empero, esto no evitó que saciáramos la necesidad de nicotina y que la pequeña cama estuviera a punto de ser incendiada por la lumbre de los cancerosos.
De repente llegó la despedida, a penas caía el sol y comenzaba la noche y terminaba la tardecita, para horas después ambos echados en nuestras respectivas camas, oír la voz de ella a través del celular decirme “tengo frío” me dio un sentimiento inmenso de soledad.
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