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Cuando abrí la puerta del edificio, lo primero que te golpea en la cara es el permanente “sol de las 12” que tenemos en el país; ese foco sádico que lo que quiere es consumir cada onza de agua que uno lleva dentro. Entonce, ahí es que uno comienza analizar el trayecto a recorrer y su destino.

Después de la merecida gallera que “el rubio” me otorgo, subí de nuevo para cambiarme la vestimenta que llevaba puesta: unos jeans y un tshirt negro; por una más suave: unos cargos cortos y un tshirt gris. Como nada se le puede ocultar al discípulo de Apolo, el azote fue aún más fuerte cuando volví a pisar la calle.

Hace pocos meses que me mudé, del 7 ½ al 11 ½ de la Sánchez; en primera instancia el cambio no parecía tan grande, pero cuando tuve que recorrer la carretera Sánchez (o avenida Independencia) completa el golpe de realidad fue más duró de la cuenta y la verdad es que es bastante duro para un peatón tener que transitar obligatoriamente una de las calles que más odia, porque créanme la he aprendido a odiar con fervor.

Una de las cosas que aprendí en mi eterna vida de peatón en Santo Domingo es no arrepentirse de donde uno se va a sentar porque la puedes pasar mal. Yo rompí mi propia regla, y camino a la parte trasera de una “voladorita” que apenas anda con vida decidí moverme al frente, pero con medio cuerpo adentro y un pie afuera, el chofer le dio “pa yá”, por suerte el pavimento se mantuvo en su lugar y yo pude llegar vivo al asiento que no se porque coño preferí en ese momento.

Lo que siempre he encontrado cómico es como uno paga por un servicio terrible, en un pedazo de vehículo que quién diablo sabe como se mueve que al final no te deja donde pides y a veces te exhibe: “Mi hermano, hágalo ahí”.

El que se invento el “freelancing” definitivamente no conocía este país. Uno privando en fotográfo, se encarama en una güagüa o carro público, se le encarama a un pana, o se te siente arriba uno que debió pagar no dos sino tres pasajes, para llegar al lugar, 10 minutos antes de lo establecido, esperar hora y media a que lleguen aquellos con quienes van a trabajar para luego oir: “yo creo que quedaría mejor con tal cosa, mejor los dejamos para el viernes”; hoy es lunes.

Y que uno hace, uno camina de una avenida a otra, porque la ruta que tomaste para llegar allí no te sirve de regreso, ¿cómo así?, dura dos horas esperando el transporte del gobierno para que llegue explotado de gente, donde un bugarrón te da tremenda sobada y donde hay que vocearle la parada al chofer que va a millón y le ha dado por escuchar bachata.

Entonces uno se siente ido y le entra la melancolía al pasar por un lugar donde vivió por más de 16 años y ahí calculas que con el ánimo que van los del peligro transeúnte te quedan todavía unos veinte increíble minutos en lo que piensas si el brazo que te sostiene se te va a salir del zócalo o no.

Y nada, llegas a tu casa, apestas a todos menos a ti, sudado hasta por donde no estas supuesto a sudar. Tiras tu equipo fotográfico al mismo instante que te das cuenta que la batería de tu cámara se ha quedado cargando debajo de tu escritorio y cobra entonces sentido una de las cosas que más odias en el mundo: los refranes: “no hay mal que por bien no venga”. Si la tuya también por si acaso.

Comentarios

Bien lo dice el Dado, "el peatón no
e gente".
puntito... dijo…
eso es poco...aunque no lo creas

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