
Lo bueno de vivir en un país cavernícola en cuanto a electricidad se trata es que los momentos de ausencia eléctrica se pueden usar para repasar el reguero de libros que adornan mi piso y todos los rincones que mami insulta cada vez que le toca limpiar mi cuarto.
En pleno verano el calor zofoca a uno desde que uno deja de sentir la brisita del abanico (o aire acondicionado, dependiendo de su “preferencia”) y no es aconsejable consumir nada caliente, pero es imposible decir que no a un café con leche mañanero acompañado de las anécdotas de Hemingway en “A Moveable Feast” mientras me conformo con oir un poco de bachata desde el ipod de la doña pues no le gusta que le cambien la música.
Cada vez que me entrego a los pasajes de juventud del escritor norteamericano llego a la dos conclusiones, que estoy harto de la ciudad y quiero pueblo, campo o New York; y que es imposible, en muchas ocasiones, tratar de tener una conversación razonable con muchas de las personas que habitan Santo Domingo.
En la primera, es fácil, Hemingway anda viviendo de bohemio y pasando trabajo en París, lejos de su casa. Por la segunda, cada vez que escucho historias de conversaciones de barras, de las pocas que he vivido, me recuerdo de los constantes choques que tenía cuando visitaba una cafetería de la Zona Colonial todas las mañanas antes de asistir a un trabajo de joyería que solía tener.
Con dos periódicos bajo el hombro y uno que otro libro, me sentaba mucho antes de las 7 de la mañana en la madrugadora cafetera y gozaba con las conversaciones que solían salir durante mi estadía. Algunas en las cuales me entrometía, pero es increíble pensar que el dominicano pueda aceptar una crítica o que alguien equivale un conocimiento (especialmente si es más joven) porque nosotros, “afortunadamente”, lo sabemos todo.
No tenía mucho que la joyería de unos amigos cercanos se había mudado de lugar hasta llegar a la Mercedes entre Meriño e Isabel la Católica, faltaban un par de semanas para que casi perdiera mi mano derecha en un accidente en dicho taller, pero yo me vacilaba caminar por uno de mis sitios preferidos de la ciudad a todas las horas posible.
Los sábados trabajamos hasta las 1:00 p.m. y era día de pago, y aproveche para invitar a los muchachos a una de las cosas más chulas que se pueden hacer en la Zona Colonial, beberse la tarde en la Plaza España.
Allí, entre liga de cervezas, romo y cigarros, hablamos de todo y de nada, mientras el sol pasaba de ardernos a pintarnos el horizonte. Son ya pasado de las seis de la tarde, el sol también pinta el horizonte que vislumbro desde la ventana de este cuarto piso y yo solo quiero volver a la Plaza España, con un cafecito cargado, unos libros abajo del brazo y acudir a ese joven de 18 años para decirle: ¡Cuidado! Estás a punto de desperdiciar buenos años de tu vida, pero no puedo, ya el sol se oculta y entre La Mala Rodriguez y un whiskey a la roca solo me toca recibir lo que viene con actitud. (Life is good).
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