
“En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros. Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar. No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena persona.”
Rodando los 12 o 13 años, por la fecha en donde los jóvenes que “leen” se vuelven locos por estupideces escritas por Cuauthemoc Sánchez o Coehlo, llegó a mis manos “Ensayo sobre la Ceguera”, el primer libro de Alfaguara que dictaba “Ganador del Premio Nobel” que yo leería y desde allí supe que la relación con este portugués sería una muy especial.
Siguieron “Todos los Nombres”, “El Evangelio según Jesucristo” y “El año de la muerte de Ricardo Reiss” (libro que destaca la habilidad de contar historias que tenía Saramago) y ya leer al portugués para mí se había convertido en una enfermedad. Un personaje tan similar a Woody Allen en cuanto a sus seguidores, sin punto medio [o lo odias o lo amas] y con el cual, en variadas ocasiones, se podían tener sentimientos encontrados, pero la verdad es que eso es que hace a un escritor y a un ente pensante una persona de calidad.
Lo que Saramago me brindó a través de sus letras fue la capacidad de hojear la vida de una perspectiva distinta y esa facultad de inconformidad eterna que hace capaz a un ser humano de cambiar el mundo constantemente, un mundo que el bien claro sabía nunca sería perfecto. Es una capacidad peculiar de estar inconforme con lo que lo rodeaba y aún ser feliz la que identificaba a Saramago, facultad que si es posible asimilar señoras y señores porqué quienes han cambiado el mundo no han sido entes infelices, creanme.
“Todos los días tienen su historia, un solo minuto daría para contar durante años, el mínimo gesto, el desbroce minucioso de una palabra, de una sílaba, de un sonido, por no hablar ya de los pensamientos, que es cosa de mucha enjundia pensar en lo que se piensa, o se pensó, o se está pensando, y qué pensamiento es ese que piensa el otro pensamiento, no acabaríamos nunca.”
Saramago me enseño algo que hace poco me reafirmaría Maggiolo, no se escribe por escribir, la memoria es tal vez la principal enemiga del ser humano y se escribe para no olvidar y al igual que ambos (y que el guionista Charlie Kauffman) temía [temen en el caso de nuestro Maggiolo y de Kauffman] el ser olvidados y prefieren creer en la vida eterna que se crea a través de las obras y debo decir que desde aquella primavera de 1998 en donde un libro de portada negra llegó mi regazo supe que, primero, el Premio Nobel había sido entregado con exactitud ese mismo año; y segundo, que a partir de allí había conocido una figura de esas que viven para siempre.
Tu miedo de ser olvidado se quedó en la tierra mi querido Saramgo, tu vida seguirá rodando por toda una eternidad.
“En el fondo, todos tenemos necesidad de decir quiénes somos y qué es lo que estamos haciendo y la necesidad de dejar algo hecho, porque esta vida no es eterna y dejar cosas hechas puede ser una forma de eternidad.”
Ahora le toca a la bella Pilar desahogar memorias.
Rodando los 12 o 13 años, por la fecha en donde los jóvenes que “leen” se vuelven locos por estupideces escritas por Cuauthemoc Sánchez o Coehlo, llegó a mis manos “Ensayo sobre la Ceguera”, el primer libro de Alfaguara que dictaba “Ganador del Premio Nobel” que yo leería y desde allí supe que la relación con este portugués sería una muy especial.
Siguieron “Todos los Nombres”, “El Evangelio según Jesucristo” y “El año de la muerte de Ricardo Reiss” (libro que destaca la habilidad de contar historias que tenía Saramago) y ya leer al portugués para mí se había convertido en una enfermedad. Un personaje tan similar a Woody Allen en cuanto a sus seguidores, sin punto medio [o lo odias o lo amas] y con el cual, en variadas ocasiones, se podían tener sentimientos encontrados, pero la verdad es que eso es que hace a un escritor y a un ente pensante una persona de calidad.
Lo que Saramago me brindó a través de sus letras fue la capacidad de hojear la vida de una perspectiva distinta y esa facultad de inconformidad eterna que hace capaz a un ser humano de cambiar el mundo constantemente, un mundo que el bien claro sabía nunca sería perfecto. Es una capacidad peculiar de estar inconforme con lo que lo rodeaba y aún ser feliz la que identificaba a Saramago, facultad que si es posible asimilar señoras y señores porqué quienes han cambiado el mundo no han sido entes infelices, creanme.
“Todos los días tienen su historia, un solo minuto daría para contar durante años, el mínimo gesto, el desbroce minucioso de una palabra, de una sílaba, de un sonido, por no hablar ya de los pensamientos, que es cosa de mucha enjundia pensar en lo que se piensa, o se pensó, o se está pensando, y qué pensamiento es ese que piensa el otro pensamiento, no acabaríamos nunca.”
Saramago me enseño algo que hace poco me reafirmaría Maggiolo, no se escribe por escribir, la memoria es tal vez la principal enemiga del ser humano y se escribe para no olvidar y al igual que ambos (y que el guionista Charlie Kauffman) temía [temen en el caso de nuestro Maggiolo y de Kauffman] el ser olvidados y prefieren creer en la vida eterna que se crea a través de las obras y debo decir que desde aquella primavera de 1998 en donde un libro de portada negra llegó mi regazo supe que, primero, el Premio Nobel había sido entregado con exactitud ese mismo año; y segundo, que a partir de allí había conocido una figura de esas que viven para siempre.
Tu miedo de ser olvidado se quedó en la tierra mi querido Saramgo, tu vida seguirá rodando por toda una eternidad.
“En el fondo, todos tenemos necesidad de decir quiénes somos y qué es lo que estamos haciendo y la necesidad de dejar algo hecho, porque esta vida no es eterna y dejar cosas hechas puede ser una forma de eternidad.”

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